de Quico, de algo que creo que me dijo, que muchas veces
ellos utilizan la mentira para sacar la verdad. La mentira, por la que yo tenía
miedo y les consideraba tan justos; esa mentira que, si te veían indispuesto,
se grababan. Alguien, a veces, iba al armario a coger algo. Quedaba yo como el
culpable, me quedaba solo. Al principio, me gustaba tomar mantequilla con la
leche, y tomaba. Y se empezaron pronto a molestar, así que me dije, igual que
el bañarme. A partir de hoy, pan sólo. Pasaron días antes de que me volviesen a
echar la culpa, pero volverán. Y yo me quedaba callado. Cuando me preguntaban
por qué me callaba algunas amigas, yo les decía que a alguien le ayudaría.
A mí ya me animaban ellas, una necesidad que no merecía
olvidarse por nada del mundo. El otro día, volvió a decir ella que era yo el
que devoraba la mantequilla. Estaba mi padre delante. Y le dije aquella
historia. Se callaron.
De todo, de quien primero aprendí a pasar fue de la gente.
Mi madre me había dicho que la gente era muy cotillera. Eso me hizo comenzar a
considerarme diferente. Mis poemas, mis amigas, y cultivé esa nueva faceta. Yo
tenía que diferenciarme de todos. Así debía comenzar a vivir yo.
Tal vez me enfadaba mucho lo que decía mi madre de que el
ruido del baile dañaba mi cabeza, me aturdía. Comprendo que lo dijera
pensando en mí de una forma, pero no le entendía. Me gustaría que me lo
preguntase. Creo que fue en una riña cuando le dije que debería preguntármelo.
No sé si fue ese día u otro cuando me lo preguntó. Le podía decir muchas cosas:
era otro mundo, tal vez el que podía completar mi forma de ser. Había conocido
a muchas chicas, y ellas se podía decir que eran mis enclaves para bailar si me
sentía desafortunado. Podían haberme llamado plomo, pienso ahora, aunque me
enfadara si así lo hicieran, en aquellos momentos tomaba los días como nuevas
vidas. Creo que era mi lucha contra aquella tentación. Y cada domingo era una
nueva vida más especial aún, pues debía resumir toda la semana. Supongo que era
verdad y debía ser verdad eso que me decían muchas amigas de que no todos los
días iban a ser felices. Para mí lo eran, siempre había guardado algún detalle.
Me animaba mucho el pensar que Dios seguía estando conmigo. Entonces, ¿cómo
podía pensar que debía tener la razón mi madre?. Ahí llegaba un punto que sí
que me trastornaba. Me inclinaba más por la felicidad. A veces, también
escribía poemas allí. Si me aburría, o pasaba un largo rato sin hallar a
alguna, tal vez la historia que más recuerdo es la que me sucedió un domingo.
Había conocido a la chica que me había enseñado a bailar, Ana, pero eran uno o
dos domingos después, y sólo recordaba que tenía las cejas y el pelo moreno, y
éste le llegaba al cuello. Ese día vi a una chica por la espalda bailando con
un chico. Para mí que era ella, después bailaría conmigo. Y esperé.
Terminó la música y fui hacia ella. "Hola, Ana".
No era ella. Me sentí muy mal y fui a un banco a escribir. Un poema que hablase
de Ana y la esperanza de que ella estaría allí. Y bajé. A la primera chica que
vi, necesitaba convencerme de que era verdad y busqué a Ana, y la encontré. No
todos los días sucedían cosas así de bellas, pero cualquier detalle era preciso
para alegrarme, aunque fuese el último cuarto de hora. No obstante, algún día
lo pasé mal, pero supongo que fueron poquísimos, porque cualquier cosa bonita
me lo hacía olvidar, aunque fuese un poema. Y pienso que tenía aún muchos para
escribir.
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