Apenas me golpeaba la nieve el rostro esta mañana, apenas se dejaba caer sobre mí. Parecían diminutas notas de azúcar… dispersándose, dejándose llevar por la brisa y por el fuego. Notas blancas, gélidas y minúsculas que se apilaban sobre el suelo dibujando alfombras de frío encaje. Mis ojos se cerraban, si, pero no era por el temor a su azote, no, se cerraban una y otra vez y en su mundo oscuro me transportaba por ellas. Mis manos se abrían al contacto con la luna, de la luna blanca. Y su poder era mi reposo y mi fuerza… acurrucado en sus brazos: mi nido.
Caminé
sin ver a mis espaldas
por
aquel pasillo gélido,
por
aquel pasillo largo. Caminé a tientas
porque
había escuchado un quejido
de
agonía, y no lo había comprendido. La noche era blanca,
las
paredes me marcaban las esquinas,
aquéllos
eran muros impenetrables. Las paredes altas,
enormes.
No
miraba a los lados,
iba
derecho, sólo temía
que
alguien apareciera de repente
y
rompiese aquella soledad.
Iba
derecho al infinito.
-1989-
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