Amanece el día lentamente,
sin ansias… y me estoy adentrando en lo profundo de su despertar agarrado al
silencio. Mis ojos parpadean sin cesar ante el día que cambia: me evoca
sensaciones.
Las nubes se reparten
entre el humo que asciende y el terciopelo del universo… avanzan sin cesar.
Nunca me encontré como hoy, ante un amanecer que cambiaba tan despacio, nunca
vi su pasar por mí más que a través de los minutos de un viejo reloj; pero hoy me siento bien porque lo veo,
lo siento, lo palpo en el aire… y hasta puedo aspirarlo.
Y aunque entre él y yo
haya un viejo cristal que nos separa no me importa, porque ese cristal no nos
aleja… y cabalgo por su espacio a la vez que él cabalga ante mis ojos. Hoy me
siento más cierto que nunca; no, no me taparé los oídos para ocultarme, porque
hasta el más ínfimo de los sonidos será para mí parte de su amanecer y de su
aliento.
El humo penetra en mi ser
mientras palpito… y sueño y me siento humo a través de él: tan leve que el sólo
vibrar de la tierra bajo mis pies me hace estar atento al día que cambia, que
se transforma.
Hoy el amanecer se tiñe de
acuarelas blanquecinas, innumerables lanzas se adentran en él y lo traspasan.
Luego el agua del río les lava la cara y la seca también: sus montañas suaves,
altísimas. El amanecer tiene mirada de ausencia: invicta y clara… nadie sabe
dónde acabará. Me imagino que ella está enganchada a mí a través de un deseo,
de una armonía… mientras camino campo a través tan sólo ataviado con mi carpeta
de espinas y de silencios. Sus
sábanas siguen siendo blancas, pero a través de ellas veo un cristal que me
viste de azul el día.
Hay unas barcas que juegan
con las olas del mar y con la arena: su furia, sus barcas soñadoras… su aliento
se estrella contra las paredes de rocas. La realidad no me atraviesa, no,
porque yo estoy envuelto de un halo más poderoso y más firme que el suyo, pero
a veces la soledad desata mi desazón y mi angustia. Tristemente he sentido que
su brisa me alcanzaba y me sacudía… y digo tristemente porque no estaba ahí,
con ella, para tocarla con mis desnudas manos. El amanecer continuaba atrayendo
mi ser confuso y discreto, el humo confundiéndose entre las nubes. Y yo, que no
podía dejar de clavar mis ojos en él, miraba a mi alrededor y apenas sentía
moverse el mundo; lo hacía, pero sus movimientos eran imperceptibles y
minúsculos.
Me sentía entregado,
dormido, ausente… las luces hablaban por mí y
me repoblaban por dentro. Un fuego abrasador me había dejado herido, hastiado,
por eso necesitaba adentrarme en el amanecer y sentirme vivo. Las horas pasaban
una tras otra, los sueños pasaban… me
sentía hechizado por aquella soledad. Me evocaba los desiertos de mi alma, esos
infinitos desiertos que algunas veces me parecía sentir.
Hoy amanece el día
lentamente… y lentamente despierta en mi ser.
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