Cuando a este piso llegué
traía mi bicicleta a gusto:
le había comprado accesorios
por eso aunque no eran notorios
me llevé un gran disgusto
cuando vi que me los robaran
y que había sido un simple hurto…
“Inocente”- me dijeron ellos:
travesuras de niños inquietos,
infantiles e inseguros.
Yo me quedé descompuesto:
con la bici y sin repuestos,
pues eran el interruptor
nuevo de la luz y aquél otro
que me hacía útil el freno.
¿A quién quejarme- pensé,
quién me podría dar consuelo,
en una ciudad que no conocía,
en la que todo me parecía enorme
y me sentía solo, extranjero.
Y es que a veces los pisos ocultan
una maldad que no se siente
hasta que te enfrentas a ella
y ya se hace evidente
y no puedes detenerla:
es la rabia de la gente
que aunque es inconsecuente
crea un malestar insano:
agrede al vecindario
y luego se llaman “decentes”.
Me callé para no crear discordia,
me callé y me hice irreverente
pero siempre guardé las formas
porque debía respetar las normas
para no ser motivo de escarnio…
ahora conduzco sin marchas y a oscuras:
no siento rabia pero sí desánimo.