Ayer fui al sótano a vaciar unos sacos (hace tiempo mi
madre dijo que los vaciaría ella, y por eso lo dejé. En el saco se pudren, y lo
peor es que no lo ves). Cuando subí le llevaba en los dedos una pulga, pero se
me debió escapar. Empezó a buscar en mí y, un rato después, ya había
descubierto nueve. Yo me reía, en el fondo estaba alegre porque le había
distraído un rato.
Cuando
estaba regando, recordé algo que me parecía habérselo oído a mi padre: “Hay que
mostrarse duro siempre”, pero sigo sin entenderlo. Lo que me anima muchas veces
es llevar conmigo a Sulote: parece que es porque así me siento pendiente de
algo. Esta mañana, cuando sacaba la bicicleta por la puerta, se presentó allí.
Quería ir conmigo, pero iba a Ramallosa y no podía llevarle. Me acordaba de
aquel día que se paró en los edificios de Montaña y, el último, que se paró en
la Cabreira. Quería y no quería llevarle, al final decidí que sí, pero con la
intención de que bajase hasta el pueblo, así podría subir a alguien. Al llegar,
le tuve que bajar en brazos a la tienda. Cuando, más tarde decidí a subir y
había recorrido con él un poco de acera cuando recordé que debía darle el
cambio de las mil perchas a mi madre, tal vez las necesitaba. Y fui con él
hasta la capilla. Ya se mostraba más tranquilo, sin miedo. Después regresé con
él hasta casa: me gusta llevarle conmigo. Tal vez sea la distracción.
Ahora
por la tarde, no sé qué hacer mientras me quedo en casa. A buscar maíz iré
tarde, no tengo qué escribir ni cesto que hacer. Tal vez haga algún crucigrama.
Fui
a buscar el maíz a casa de Isabel y después el pan a Ramallosa. Con el perro,
ya no tuvo miedo por la carretera. Bajé a buscar el pan y, entonces sí le tuve
que llevar en brazos desde los edificios hasta el principio de la acera, pero
luego le dejé. Al subir me quedé hablando con Loli y bajé con ella hasta
Ramallosa, pues iba a llamar por teléfono. Después se quedó con Mari Carmen
Panteón y yo subí solo. Quería pedirle un beso, ella simplemente me había dicho
un día: “Hace mucho tiempo que no te lo doy”. Y yo no tuve palabras.
Todo está tranquilo, porque ahora ya no hay
follones, pero hoy vinieron las jornaleras y fui a buscar el sombrero un rato
más tarde. Entré en la habitación, allí estaba mi madre y me preguntó.
Entonces
abrí el armario y sólo metí la mano derecha para buscar. Ella me vio y me dijo:
“La otra colgando. Pareces un inútil. Un rato antes, mi padre me dijo que
recogiera la mesa. Quedaba el mantel, unas uvas, y no sé si algo más. Recogí
las uvas y fui a buscar el gorro, quería llegar y terminar de recogerla.
Sucedió lo de mi madre, fui al fallado, al sótano y a la habitación. Me parecía
extraño que no estuviera allí. Lo encontré en el armario, bajo unos jerseys.
Cuando salí a la terraza, para ir junto a ellas, me dijo él: “Te dije que
recogieras la mesa y al final la tuve que recoger yo”. Estaba el mantel todo
arrugado, pero sin recoger. Siempre me acuerdo de aquel sacerdote que me dijo
que cuando yo tuviese la razón, una razón, lo dijese: sigo sin ser capaz. Esta
mañana me quedé solo y escribí seis o siete folios a máquina, aunque salteados.
Cuando llegó mi madre se enfadó porque en lo de Gloria, el señor también le
había cobrado cuanto fui a buscar yo. Pero yo, si me hubiese quedado con ese
dinero, supongo que lo sabría.
Hubo
un follón grandísimo, pero ya no me preocupo tanto. Siempre recuerdo eso de “lo
hice por ti”, pero le dije que no me hubiese mandado a mí. No me parece verdad,
aunque puede ser que fuesen días en que ella no me hubiese mandado el dinero.
Supongo que lo malo de todo eso es que todos me siguen tomando por tonto.
Cuando bajaba al pueblo no iba pensando en que me tomara el pelo con el dinero
del pan y por eso digo “me parece”.
Me
parece que lo que antes escribí fue en miércoles. Mi madre está lavándose la
cabeza y yo puedo escribir. Por la tarde vinieron las señoras. Ya había pensado
bañarme el miércoles, porque vendría sucio de afuera. Más aún porque la correa
del pozo me rozó el hombro y me dejó manchado de tierra. Aunque con agua fría,
eso no me impidió para que no me tratase de bañar bien. Hoy por la mañana mi
madre vino a ver si tenía pulgas en la cama, y quedó una mancha a la altura de
mi espalda: creo que ayer no me froté lo suficiente. No me pareció mal que se
enfadara, pero empezó a decir que nunca me lavaba y eso me hizo romper todo
vínculo con aquel enfado. Ahora por la tarde, como no tenía pensado hacer nada,
comencé a preparar un cesto. Llegó ella y me dijo que se podían hacer a tres
tiestos. “Y se pueden colgar”, le afirmé. Le pareció bien, pero eso después.
Curiosa tu faceta de domador de pulgas. Las pulgas son inteligentes y saben dónde se encuentran a gusto (siempre buscan a los perros o a los poetas).
ResponderEliminar"Hay que mostrarse duro", sí; pero, ¿mil perchas?
Tener la razón no es imprescindible (el silencio es una actitud más sabia y más razonable).
Pues ya ves, Raúl, son los gajes del oficio de una casa en el campo. Aunque me mates no sé a qué venía lo de las mil perchas, iba a parecer un equilibrista, ¿no crees?, pero sé que siempre se redondeaba la cifra
ResponderEliminarEspero impaciente algún otro relato... Saludos!!!!
ResponderEliminar(Raúl)