Quico,
a veces, se enfadaba conmigo y eso me disgustaba. Tenía encendida la
luz de la mesilla y a mi cama, en la esquina opuesta de la habitación, aún le
llegaba un poco de luz, así que leía la libreta de poemas. Y él me decía que
durmiera. Yo me disgustaba, y no sabía por qué lo hacía. El grupo de la J.U.M.
fue también parte de mi educación. Unas reuniones, en verano, eran en la casa
rectoral de Santa Cristina, aunque muchas veces eran fuera, junto a la entrada
de la iglesia. Tiempo antes habían sido en Borreiros y, antes de ir allí,
habían empezado en Santa Cristina. Pero me parece que a don Celso, el sacerdote
organizador o más bien el director, creo que fue quien inició este grupo, lo
que más le afectaba era ese problema sexual, y a partir del primer día que
hablé con él, me lo presentó como un problema más profundo y grave. Y comencé a
temerlo. Pero seguía cayendo, a veces sin querer, y otras balbuceando, y todo
eso comenzó a hacerse psíquico para mí. Hasta que varios meses más tarde
comencé a enfocarlo desde otro punto de vista; si me fijaba mucho en eso, perdía
parte del rumbo de la vida. Pero lo malo es que siempre volvía. Me parece que
el no hacerle caso, obtuvo resultados bastante satisfactorios, aunque el
problema no se quedaba solamente en eso, sino que llegaba a pensar que si
llegabas a un abuso, llegabas a ser impotente. No sé quién fue el que me dijo
que eso era un problema de nacimiento. Y pensé pronto que sería mejor no
haberlo sabido, porque seguía cayendo. Siempre después me quedaba el dolor
interior de haberlo hecho, pedía perdón, pero me quedaba la esperanza de un
mañana. Sé que mi madre un día le comentó a Quico, hablando de ese tema, que
ella temía mucho que yo cayese en ese problema. "Me gustaría decirte que
es verdad-murmuraba para mí-, pero me parece que hay un muro en medio. Tú te lo
tomas todo tan a la tremenda, que me da miedo el comentarlo.
Tú
echarías todo por los suelos si esperas oír el resto". Me gustaba
confesarme a menudo y con diferentes sacerdotes. Oír posibles soluciones. Y
también intentaba poner de mi parte algunas soluciones. Pero todas esas
soluciones, parecía como si le enfadasen más. A tanto llegó el problema, que a
veces me sentía orgulloso de haber conocido ese tipo de placer.
Parte
de culpa la habían tenido las malas conversaciones, las imágenes, pero sobre
todo esas revistas que mi padre guardaba en la habitación. Al quedarme solo en
casa y necesitar algo para animarme, pues pasaba lo que pasaba. Le seguía
echando la culpa al diálogo. Y pensaba: "Tú me dices que el día que
mueras… y sólo sé confiar en Dios. Él sabe lo que necesito, ¿por qué pensar lo
contrario, o desconsolarse sin una razón aceptable?. Si al menos es la
moto lo único que me une a ti, yo te la sacaré cuantas veces quieras. Confío en
que todo vaya a desembocar en nosotros". También comencé a entender el por
qué de las indirectas, pero nunca llegué a comprender el por qué. Incluso hoy
siguen siendo un problema. Cuando había algo que no hacía o lo hacía mal, me
decían que era culpa mía y yo respondía: "Pensé…", o algunas otras.
Entonces, sobre todo papá, exclamaba: "¡Ves!. Lo reconoce". O también
oír eso de "¡Lo cree hacer todo bien!", "¡un dios!", etc.
No hay comentarios:
Publicar un comentario